miércoles, 22 de octubre de 2008

DOS VIAJES A GIJÓN

Tal vez no hay nada que me estimule más que el mar. Y las palabras. Las palabras que cuentan, que abarcan este horizonte, las olas rompiendo, la incontable arena, la extensa bajamar (el periódico dirá mañana que hoy es una de las mareas vivas más pronunciadas del año), y en pocas horas, la espuma que salpicará el Muro, en la zona del Náutico.
Hoy hace sol y hay gente en la playa. Mañana estará nublado y a mediodía un orbayo templado mojará las calles, los tejados, alimentará el verdín, dulcificará el salitre. Un hombre muy mayor y delgado se adentrará en el mar, a pocos metros de mí. Eso sucederá mañana. Como esa joven que, mientras intento limpiarme la arena con una toalla, apoyado en una de las altas escaleras, sigue a un gozque blanco, que sube como un rayo los peldaños. La mujer habla por el móvil y se le marcan los pezones en la camiseta. Mañana, también, la ascensión al Cerro. Un par de barquitas en el azul cobalto. Una pareja se saca fotos al borde del acantilado. Bajo el Elogio del Horizonte rebota el rumor del oleaje, como el amplificado sonido de una caracola. Mañana, el recuerdo, los ojos empañados, la ausencia. «El problema es que está muy solo», me dijeron que dijiste de mí. Y me invento -me inventaré, porque eso será en el viaje de mañana- tu relato, con imágenes a las que pongo palabras ordenadas en capítulos. Podría ser implacable con el recuerdo, y también podría dulcificar tus juicios. Las gaviotas se pasean por el Cerro, entre los caminos y las trincheras, las gaviotas que mañana habrán cagado sobre el parabrisas del coche, justo al entrar en la avenida del Muro, cuando busque aparcar más allá del Piles, entre el Sanatorio Marítimo y la Muyerona, una estatua que tal vez siga allí, remodelada por los vientos y el salitre que mañana aspiraré profundamente, cuando descienda por las brillantes laderas del Cerro, hacia Cimadevilla, la Antigua Rula (así bautizado con un letrero el recinto donde se subastaba el pescado) y el puerto, antes de pescadores y ahora de recreo, porque la ciudad ya no es obrera, gris y conflictiva, sino cultural, turística y de servicios.
Eso sucederá mañana.
Hoy me baño en el mar, braceo, camino por la orilla, con el agua hasta las caderas, y me seco al sol de mediodía. Mañana volveré y el día estará nublado, y serán el viejo, el Cerro, la linda mujer de los pezones marcados. Hoy, frente al mar, como arroz con calamares y bacalao. Una de las dos camareras es hermosa, sonriente, los vaqueros le hacen un tipo estupendo, y su sonrisa le marca esas incipientes arrugas de la madurez que tanto me gustan en algunas mujeres. Es una mujer para fantasear, que tiene algo de inalcanzable. Qué torpe y sin recursos puede sentirse un hombre frente a una mujer hermosa, como la morena que no parece una camarera, que está en el restaurante como quien ha ido a ayudar un rato, y seguro que sale con un tío que tiene un auto deportivo y follan en el jacuzzi. Será mañana cuando pida de postre arroz con leche, y ella me ofrezca «con canela o quemado». Mañana elegiré la versión quemada, y esa hermosa morena me traerá en sus manos primorosas un plato grande, mediado de un dulce arroz cubierto con crujiente azúcar. Y, enfrente, el mar; y las palabras.