Me refugio del aire frío en la escuela jedi, donde me emociono con los primeros compases de la música de John Williams. Hay niños y papás y adultos sueltos como yo. En la exposición, los muñecos, los trajes, los modelos de los personajes, los planetas, las naves, las armaduras galácticas, con el aspecto usado que quiso darles George Lucas. Al salir del metro paseo por Fuencarral, entro en el Mercado, galería de tiendas modernillas, y después tiro por Hortaleza, y callejeo y busco donde comer. Caen chispas de nieve. Madrid bajos mis pies. Madrid es un sueño de arena que el viento moldea y el agua desmenuza. Comer en Madrid, una ciudad tabernaria. Pasear por Madrid. Tal vez me sintiera extraño si estuviera con alguien. Por Libreros no encuentro la novela que busco, demasiado novela y demasiado antigua, y ya es tarde para ir a la cuesta de Moyano. Por una de las calles perpendiculares a Gran Vía, un perfil de muchas ciudades y nubes crepusculares. Esa transición entre el día y la noche, una quietud expectante, que puede ser la antesala del desastre, de la gloria o, más probable, del tedio, me parece igual en todas las ciudades, en todas las estaciones, en todas las épocas, así que debe de ser un estado del alma, una sincronía del espíritu con el movimiento del planeta, el pedazo de cielo, las nubes rojizas, la luz que atenúa los perfiles. Una buena hora para el silencio y el abrazo. Ausente el abrazo, me repongo y llego por Sol y Carrera de San Jerónimo a la calle del Príncipe. El Teatro de la Comedia sigue en obras. Por allí vi la pasada primavera a Vargas Llosa. Tal vez salía del Café del Príncipe, en la plazuela de Canalejas; vestía una cazadora blanca de verano y llevaba una cartera bajo el brazo. En Atocha leo la inscripción en el monumental abrazo circular y solidario a los abogados laboralistas. Sí, también acabo de pasar una vez más por Huertas y por la calle del León, es decir, del bicho, no de la ciudad ni del reino, porque en una de las placas con el nombre de la calle hay un domador y un león. Bajando Atocha entro en la tienda de sexo que queda abierta de las dos que había. Qué raro suena, ¿no?, en castellano, "tienda de sexo"; ¡¡atención, damas, caballeros, se venden corridas, se compran caricias, se alquilan deseos perversos, se proyectan sombras prohibidas...!! La mejor de las shops, donde vi algunas mujeres hermosas, y a hombres de todo tipo viendo a mujeres hermosas, lleva tiempo con la verja cerrada y las paredes de un rosa cada vez más descolorido, un gigantesco chicle escupido en la acera. Vuelvo a la Casa del Libro; tantas cosas y se me olvidó preguntar por el libro de Ken Wilber, y el de María Teresa Román, que no tenían en la Fnac. Por un euro le compro un poema a un poeta que escribe sentado a la entrada de la librería. El que tú quieras darme, le digo, como si el hombre sentado en la Gran Vía fuera un oráculo o un chamán, y yo un viajero perdido en un bosque, y aquel folio fuera un mapa para salir del bosque y encontrar el camino a casa, el escondite del tesoro, el pergamino donde, al calor de una vela, descifrara el nombre de mi amada y la senda de mi destino. El poema está escrito a mano y mal puntuado, y no entiendo algunas palabras y cada verso me recuerda otros, pero la letra es elegante y me siento satisfecho. Se titula El sueño. Ya es tarde, por Fuencarral camino hacia Tribunal, para regresar a Chamartín, al cómodo y caldeado tren Alvia que me aleja del sueño, que me regresa a la ciudad pequeña que a días siento tan hostil, con tanto lastre, como me dijo un día Antonio de su Alicante, charlando, sentados ante los barquitos del puerto. En Madrid he soltado algo de ese lastre acumulado durante las últimas horas, cuando me he sentido abatido, decepcionado, tan fuera del mundo, tan a la intemperie, deseando distanciarme de todas esas sombras heladas. Hay días que abren frentes insospechados, uno, dos, tres, se cierra una esperanza, se recibe un disparo inesperado, se libra una guerra sorda y absurda, de baja intensidad y de desgaste, y entonces me siento un soldado ajeno a este mundo, exiliado de algún planeta olvidado, que se ha quedado sin unidad, sin mapas y sin más objetivo que resistir. Al menos esas pocas horas en Madrid he respirado. Mendigo de paseos y de miradas, siempre hay un rayo de sol, una perspectiva, unas palabras, o la amabilidad y la dulce mirada de esa mujer que me indica una calle y a la que quisiera volver a ver, al menos en mis sueños, antes de que el viento y el agua vuelvan a moldear, a hacer y a deshacer, en el centro del invierno, un crepúsculo de fría primavera.