Más de un día me ha tentado acabar contigo, bitácora. Por lo que sé, tienes dos lectoras, dos mujeres que viven en ciudades distintas de la mía, y ninguna de ellas escribe nada. Lo cual agradezco. La lectura, digo. Pero precisamente por ello, surge la tentación de la autocensura, o que alguien piense que escribo con cierta intención, o que yo mismo piense al escribir en esas dos personas. Eso, en cuanto al alma que dejo a trocitos, porque de Campbell o de Bauman o de Tomeo, ni papa. Yo, al contrario que todos los líquidos que pululan por el planeta, creo en los finales y en las despedidas. Es decir, creo que es bueno despedirse, o por lo menos dar los intermitentes. Los intermitentes los damos cuatro, porque no es suficientemente líquido ni despegado ni posmoderno dar el intermitente. Es antiguo. Y para mí, que soy un antiguo, el que no da el intermitente es un hijo de la gran puta, diría, si no fuera por el profundo y romántico y masculino respeto que les tengo a las putas. Por eso, y por otras cosas, y porque las palabras no son mágicas, contrariamente a lo que ilusamente pensamos algunos de los que escribimos, ha llegado la hora de darte un respiro, bitácora, de dejarte a la deriva, o en cualquier isla de ésas tan literarias y tan soñadas. Islas en el vacío, llenas del aire del deseo y de los sueños, islas tal vez repletas de rincones y de guaridas.
Despidámonos con una canción que me viene al pelo y hasta la vista:
http://www.youtube.com/watch?v=qFg9OVEGUIg