domingo, 8 de marzo de 2009

ABRAZO AL SALIR DEL AGUA (Sueño)

En el sueño hay más personajes, como ese político de izquierdas con cuyo nombre habían bautizado los fuegos de la cocina, y a quien pensaba enviarle algún día mi rigurosamente inédito y futurible libro de poemas -he pensado-, pero eso no importa mucho, las circunstancias del sueño sólo hacían tiempo hasta llegar a ella.
Ella es la hermana. ¿La hermana de quién? De un hermano que no tengo (ella sería entonces mi hermana inexistente), de un primo que tampoco tuvo hermanas. Pero, en todo caso, es su hermana. Ella viste medias blancas y tal vez un pequeño velo blanco, algo así como el vestido de una novia sexy. Es morena, de lacia melena negra y grandes ojos oscuros de mirada profunda. Es silenciosa y su cuerpo es armonioso y con la delgadez que me gusta. En la habitación de al lado hay una piscina grande, de agua clara, iluminada como si fuera una soleada playa de mar. Ella entra en la piscina y yo me quedo a horcajadas en el bajo murete que separa la habitación con piscina del resto de la casa. Su hermano pregunta, se interesa por ella, ha oído algo sobre unas piernas que le ha puesto ligeramente en guardia, tal vez atando los cabos que yo querría desatar para quedar con ella esa noche, como intuí o le pregunté al verla hace unos minutos en la cocina, pero tranquilizo a su hermano diciéndole que estoy aquí sentado, en el pequeño murete de separación, y entonces él desaparece de escena.
Ella está en el agua, vestida con sus medias blancas, y cuando me giro para verla mejor, se cae al suelo un papelito cuadrado de color azulado, tal vez un resguardo, una nota con algo escrito con letra de imprenta. Ella sale del agua. Sin dejar de estar sentado en el umbral, me estiro hacia ella y le tiendo mi mano, sin decidirme a entrar en la piscina. Ella toma con fuerza mi mano, la atraigo hacia mí y nos abrazamos. Le acaricio la espalda. Su piel es joven, morena, está aún mojada y sin duda se la podría calificar de tersa. Mis dedos se delizan con mucha suavidad. Ella me acoge y me permite demorarme en el abrazo, en las caricias, y siento su tersura y su olor fragante y toda su feminidad tan cerca. Al desabrazarnos con suavidad se aleja lentamente, y lo que viene a continuación es como una burda parodia del abrazo armónico, ese carrito que una niña traviesa empuja con velocidad desde el lugar de la casa donde he dejado de verla a ella. En el carrito trae a otra niña, casi un bebé, con un largo y anticuado vestido azul. Frena y la niña sale despedida y aterriza en el piso, pero no se lastima, porque tiene más de autómata o de muñeca que de ser vivo (en el cuello lleva una especie de gorguera de plástico, y su cara, al igual que el rostro de la niña que empuja el carrito, tiene pintados coloretes, pecas y una sonrisa, y tiene la textura de la porcelana de los juguetes antiguos). No obstante, la recojo del suelo y la abrazo con ternura paterna, y en ese momento oigo una voz maliciosa que no sé muy bien de dónde viene y que dice "ya antes quiso conmigo".