jueves, 26 de marzo de 2009

LAS DOCE Y MEDIA

Las doce y media. Las gotas para los oídos y la pomada para epitelizar el cristalino del ojo derecho. Las caminatas diarias, de aquí para allá, siempre a carreras, maltratando mis pies doloridos. La novela de Luis Leante en la mano, de vuelta para comer, a las cinco menos veinte, que vaya horas, y de camino y justo detrás de la chica que acaba de abrir la librería, pedir y, sin pensármelo dos veces, llevarme el libro de Carl Theodor Dreyer sobre Jesús de Nazaret, el guión nunca rodado por el danés. Las deliciosas fresas y trocitos de piña al comienzo de las comidas. La siesta. El remordimiento por no haberme levantado a tiempo para ir a ver Breve Encuentro, la que dicen obra maestra británica de David Lean, pero es que ya estoy cansado de ir corriendo y apurado a todos los sitios. Como ayer, que me salté la siesta y encontré tiempo, antes de ver La hija de Ryan, para visitar a ese viejito que ayer caminaba por el pasillo del hospital. Ese viejito paseando a buen paso apoyado en su cacha. Su voz firme y bien timbrada, sus ojillos adánicos y risueños que tanto me recuerdan a los de mi abuela, porque es su hermano, mi tío abuelo Eutiquio que me cuenta que estuvo en Cabárceno, (porque yo creo que Eutiquio siente fascinación por los bichos y le gustan los documentales de bichos, como a mi abuela), el parque cántabro donde les grabaron un vídeo que luego rebobinaban en el autocar, y todos se reían. Mi tío abuelo que a sus 89 tacos está lúcido y tiene la curiosidad de escuchar la radio y leer todos los días el periódico. Mi tío abuelo que cultiva un huerto feraz, un huerto de hortalizas y frutales a orillas del Órbigo, que siempre cuidó con primor y perseverancia, donde hay un pequeño chamizo lleno a rebosar de todo tipo de objetos y herramientas con los que inventar, componer, y reparar cualquier cosa útil. Mi tío abuelo que hoy, nada más llegar su hijo al hospital, le ha dicho que ayer estuvo aquí Jose a verme, y eso me emociona tanto. Eso le emociona tanto a este tipo al que hoy Juanjo, el del bar Puerto Banús, ha invitado al tercer blanco y ha puesto un par de tapas pantagruélicas, y con quien se ha reído, nos hemos reído de la caligrafía apenas legible de un inspector en un papel. Y a esta hora, ya las doce y cuarenta y cuatro, sonando Ay, amor, de Revólver, que vienes tal como te vas, es decir, sin despedirse, es decir, sin avisar, entonces este tipo que al volver por las calles oscuras y vacías se fija en todos los coches aparcados, porque lleva ya casi un año pidiendo presupuestos, comparando marcas, precios y modelos, calculando préstamos, sin decidirse a jubilar su 205 de casi 19 años; este tipo que bambolea su bolsa del supermercado con el lavavajillas, los palitos de pan integral, los yogures de vainilla y los bizcochos italianos de chocolate y vainilla, este tipo no ignora que no todo está perdido si hay viejitos con la cara iluminada que agradecen una visita, y corteses camareros que, mientras ojeamos en la barra los periódicos, nos invitan a vino y tapas, y a intervalos ponen la radio a ver qué tal va la Cultu en el derbi provincial.

sábado, 21 de marzo de 2009

SANTANDER, EL 19 DE MARZO, LA FOTOGRAFÍA

Me gusta regresar a los lugares donde he sido feliz. La bahía de Santander, por ejemplo. La Magdalena y El Sardinero, donde me encuentro tan bien, sobre todo si hace tan buen tiempo como hoy. La vida no se repite, pero puede ser recreada. No se repiten los días del verano en los cursos, las risas, la gente, las complicidades, las clases, las charlas en el comedor, algunos besos, y nombres al filo del olvido. Los recuerdos a veces entristecen, pero creo que algo permanece, que hay un hilo de fecunda continuidad. He desayunado leyendo en el periódico la columna horizontal y televisiva de Antonio. En la playa, me he sentado con las piernas cruzadas, en una postura meditativa que me incomoda. Pero a breves y maravillosos intervalos me invade el rumor de las olas. El oleaje, el viento acariciándome, el olor del yodo y del salitre... Abro los ojos, hay barquitos que van y vienen, por la orilla los perros corretean, la gente pasea y corre, las chicas caminan como sólo se mueve una hembra.

El 19 de marzo. Una fecha tan especial en mi vida, que ahora es tan discreta y tan anónima, pero que sigue siendo una puerta abierta a las emociones, una colección de recuerdos, una proyección de anhelos. Este año celebro las felicitaciones, aunque sean recordadas o lleguen de madrugada: las de mi madre, Antonio y Gabriela. Este día solía ser conflictivo, una encrucijada, una prueba, una cita de la que no siempre salí bien librado, porque me costaba mucho aceptar los regalos, ser el centro de atención o rezar el padrenuestro en la bendición de la comida familiar, y hasta el mediodía mi corazón no dejaba de palpitar con nerviosismo y ansiedad, cuando llegaban a casa los abuelos para comer, y mi querida abuela me colgaba con esas cuelgas repletas de golosinas, caramelos, paquetes de cigarrillos y paraguas y monedas de chocolate. Esos regalos que de alguna manera me avergonzaban, esos objetos que me interrogaban, que me desnudaban ante los demás, y de los que por algún motivo ignorado y terrible no me sentía merecedor: el camioncito con sus bombonas de butano, el bolígrafo y la lapicera en su estuche, el atlas, la cazadora roja de piel... Este día no hay abrazos, pero hay sol, mar, aceptación, tranquilidad, hay viento y sol y mar y este libro que sostengo en la mano derecha.

Este libro de la foto es Vida de un piojo llamado Matías. Cada día puede ser un regalo, y hay paisajes que ayudan, como éste de La Magadalena, un marzo de cielos claros, cuando comienza la primavera y se anuncia el verano, porque las estaciones se contienen las unas en las otras. Si nada permanece, creo que no es menos cierto que nada se pierde, que las lágrimas y las gotas del mar son una misma y fecunda simiente de sal y de vida, y que los regalos soñados, y los negados, y los abrazos perdidos volverán, aunque no sepamos de quién ni cómo ni en qué forma y lugar. Y entonces tal vez habré aprendido a aceptarlos en paz.

domingo, 8 de marzo de 2009

ABRAZO AL SALIR DEL AGUA (Sueño)

En el sueño hay más personajes, como ese político de izquierdas con cuyo nombre habían bautizado los fuegos de la cocina, y a quien pensaba enviarle algún día mi rigurosamente inédito y futurible libro de poemas -he pensado-, pero eso no importa mucho, las circunstancias del sueño sólo hacían tiempo hasta llegar a ella.
Ella es la hermana. ¿La hermana de quién? De un hermano que no tengo (ella sería entonces mi hermana inexistente), de un primo que tampoco tuvo hermanas. Pero, en todo caso, es su hermana. Ella viste medias blancas y tal vez un pequeño velo blanco, algo así como el vestido de una novia sexy. Es morena, de lacia melena negra y grandes ojos oscuros de mirada profunda. Es silenciosa y su cuerpo es armonioso y con la delgadez que me gusta. En la habitación de al lado hay una piscina grande, de agua clara, iluminada como si fuera una soleada playa de mar. Ella entra en la piscina y yo me quedo a horcajadas en el bajo murete que separa la habitación con piscina del resto de la casa. Su hermano pregunta, se interesa por ella, ha oído algo sobre unas piernas que le ha puesto ligeramente en guardia, tal vez atando los cabos que yo querría desatar para quedar con ella esa noche, como intuí o le pregunté al verla hace unos minutos en la cocina, pero tranquilizo a su hermano diciéndole que estoy aquí sentado, en el pequeño murete de separación, y entonces él desaparece de escena.
Ella está en el agua, vestida con sus medias blancas, y cuando me giro para verla mejor, se cae al suelo un papelito cuadrado de color azulado, tal vez un resguardo, una nota con algo escrito con letra de imprenta. Ella sale del agua. Sin dejar de estar sentado en el umbral, me estiro hacia ella y le tiendo mi mano, sin decidirme a entrar en la piscina. Ella toma con fuerza mi mano, la atraigo hacia mí y nos abrazamos. Le acaricio la espalda. Su piel es joven, morena, está aún mojada y sin duda se la podría calificar de tersa. Mis dedos se delizan con mucha suavidad. Ella me acoge y me permite demorarme en el abrazo, en las caricias, y siento su tersura y su olor fragante y toda su feminidad tan cerca. Al desabrazarnos con suavidad se aleja lentamente, y lo que viene a continuación es como una burda parodia del abrazo armónico, ese carrito que una niña traviesa empuja con velocidad desde el lugar de la casa donde he dejado de verla a ella. En el carrito trae a otra niña, casi un bebé, con un largo y anticuado vestido azul. Frena y la niña sale despedida y aterriza en el piso, pero no se lastima, porque tiene más de autómata o de muñeca que de ser vivo (en el cuello lleva una especie de gorguera de plástico, y su cara, al igual que el rostro de la niña que empuja el carrito, tiene pintados coloretes, pecas y una sonrisa, y tiene la textura de la porcelana de los juguetes antiguos). No obstante, la recojo del suelo y la abrazo con ternura paterna, y en ese momento oigo una voz maliciosa que no sé muy bien de dónde viene y que dice "ya antes quiso conmigo".