domingo, 15 de noviembre de 2009

IMBECILIDAD - El clown


El clown se muestra, se expone, se deja ver. Dice "aquí estoy yo".

El clown mira al frente, al público.

La historia no es importante para el clown; es sólo una excusa para mostrar su personaje.

Si una historia es ir de aquí hasta allí, conviene alargar un poco el recorrido. No contar las cosas rápidamente, sino detenerse en el camino y crear una tensión, una expectativa.

Que se rían de él es el triunfo del payaso. Y cuando encuentra algo que funciona, sea lo que sea, algo que hace reír al público, lo explota y lo sigue hasta el final.

El clown se mueve con decisión. Sus gestos son enérgicos y claros, tenga la edad que tenga y haga lo que haga.

El clown busca la manada. No sabe hacer nada, pero busca estar con los demás. Y cuando se aparta del grupo, lo hace para regresar enseguida.

El clown, el genuino imbécil, es egoísta. No le importan los demás si no es para conseguir sus propósitos. Persigue sus objetivos, que generalmente son muy simples.

Los demás son para el clown parte de su juego. Y, si algo sale mal, ¿quién tiene la culpa? El payaso apunta con el dedo: el otro, el otro siempre tiene la culpa.

La nariz del payaso es la máscara más pequeña del mundo.
Del curso de Pep Vila. En Tor, del 19 al 21 de Junio de 2009. Más información en www.imbecilidad.com

miércoles, 11 de noviembre de 2009

IMBECILIDAD - Una teoría sobre el origen del clown


Pep nos cuenta una teoría acerca del origen del payaso. Antiguamente, se tardaban varios días en montar un chapitó y todas las demás instalaciones de un circo. Por allí andaban unos tipos, unos mirones, los más tontos del lugar. Esos cretinos apenas sabían hacer nada. Estaban allí. Sin más. Miraban cómo trabajaban los del circo. Tal vez, podrían echar una mano y, sin demasiado esfuerzo, sentirse algo útiles...
En los antiguos circos, los caballos eran muy importantes. Pero después de las actuaciones, la pista quedaba hecha un asco. Entonces, al propietario del circo se le ocurrió contratar a alguno de aquellos imbéciles, de aquellos merodeadores que apenas sabían hacer nada. Les dio un cubo y una pala y les envió a recoger la mierda de los caballos. Entraban en la pista, torpes, y delante de la gente se chocaban unos con otros, se empujaban, se resbalaban, se marchaban con la pala al hombro y el cubo, siempre mirando con una mueca bobalicona al público que había comenzado a reírse de ellos. Se reía a carcajada limpia, mucho más que con el resto de números, porque quizás pensaba que aquellos personajes eran una pieza más del espectáculo. Aquello funcionaba. La gente se reía. No había que pensárselo mucho. El circo se fijó en ellos, valoró su éxito y les contrató. Después, otros interpretaron el papel de aquellos primeros imbéciles y el número se sofisticó mucho, pero ése pudo ser el inicio del clown moderno. Al menos, una de sus fuentes.
Las fotos de la serie Imbecilidad son de la fotógrafa mejicana Adriana Martínez, y las puedes ver en http://picasaweb.google.com/weritaranger

martes, 19 de mayo de 2009

LA TENTACIÓN DEL PUNTO Y FINAL

Más de un día me ha tentado acabar contigo, bitácora. Por lo que sé, tienes dos lectoras, dos mujeres que viven en ciudades distintas de la mía, y ninguna de ellas escribe nada. Lo cual agradezco. La lectura, digo. Pero precisamente por ello, surge la tentación de la autocensura, o que alguien piense que escribo con cierta intención, o que yo mismo piense al escribir en esas dos personas. Eso, en cuanto al alma que dejo a trocitos, porque de Campbell o de Bauman o de Tomeo, ni papa. Yo, al contrario que todos los líquidos que pululan por el planeta, creo en los finales y en las despedidas. Es decir, creo que es bueno despedirse, o por lo menos dar los intermitentes. Los intermitentes los damos cuatro, porque no es suficientemente líquido ni despegado ni posmoderno dar el intermitente. Es antiguo. Y para mí, que soy un antiguo, el que no da el intermitente es un hijo de la gran puta, diría, si no fuera por el profundo y romántico y masculino respeto que les tengo a las putas. Por eso, y por otras cosas, y porque las palabras no son mágicas, contrariamente a lo que ilusamente pensamos algunos de los que escribimos, ha llegado la hora de darte un respiro, bitácora, de dejarte a la deriva, o en cualquier isla de ésas tan literarias y tan soñadas. Islas en el vacío, llenas del aire del deseo y de los sueños, islas tal vez repletas de rincones y de guaridas.
Despidámonos con una canción que me viene al pelo y hasta la vista:
http://www.youtube.com/watch?v=qFg9OVEGUIg

sábado, 16 de mayo de 2009

LOS POETAS ESCRIBEN CANCIONES

¿Cuántas veces nos emocionamos escuchando una canción?

¿Y cuántas leyendo un poema?

¿Dónde están, entonces, los poetas? ¿Son esos tipos ególatras que escriben frasecitas que no entiende ni su padre, o los que escriben canciones, letras y acordes, con la pretensión, no de "hacer poesía", sino simplemente de componer una canción?

Esos poetas pedantes dirán que necesitamos estar preparados, cultivarnos, un entrenamiento, para entenderles. Es cierto. Es la misma pedantería insufrible de quien esculpe un morrillo y necesita de una larga explicación para que el público lo entienda. Arte conceptual, dicen. Pero las grandes obras, plásticas o literarias, no necesitan de largas explicaciones. Nos gusta Velázquez en sus Meninas, y luego ya podemos estudiar la composición, la atmósfera o lo que queramos. Gustará al que no está preparado y al erudito. Igual con el Quijote, y eso que Cervantes, al parecer, de la obra que estaba más orgulloso era del Persiles. Pero el Quijote se leía, en sus tiempos y ahora. Que los eruditos le saquen el jugo. Perfecto. ¿Escribe el poeta, esculpe y pinta el artista para el erudito, o para cualquiera? Con el truco de que hay que entender y prepararse, intentan que los demás pasemos por ignorantes. No dicen «esto me gusta o no me gusta por esto o por lo otro», sino «esto es bueno, esto es sublime, es genial, es...» o cualquier otra vacía hipérbole. Porque, si a nosotros no nos gusta, es que no estamos preparados, es que no hemos adquirido el lenguaje o no entendemos su propuesta o no sabemos descifrar sus códigos o cualquier otra vaciedad para hacernos quedar como ignorantes. Entiendo que a veces pueda ser así, que los gustos de las generaciones venideras no serán necesariamente los nuestros, pero desde luego no siempre, ni mucho menos tanto como se dice del arte contemporáneo.
Mis poetas de ahora están en Nena Daconte.

Conduzco, me alejo del mar, llevo en el maletero el peluche y el vestidito, la novela y las camisetas, el chocolate y la mermelada de arándanos, rojos y azules...

«Vivo queriéndolo todo y no tengo nada.
Tengo las horas contadas contigo
y no te lo he dicho.
Vine buscando mi suerte a este lugar.
Por eso, ahora no tengo adónde ir
(...) paparapara paparatirapapara...»

martes, 12 de mayo de 2009

LAS PALABRAS Y LOS ACORDES

Las cervezas y los pinchos morunos con Gabriela. Salir un lunes. Un lunes para salvar la semana. Un lunes para escuchar los cantos de los pájaros por La Candamia y Los Pinos, y el aguacero y los cielos cárdenos. Escribir, como llorar, temblando en el viento. Qué poesía hay en las canciones de Nena Daconte, en sus retales de carnaval, sus aleph, sus golondrinas y Sin ti:

«Seguirá pasando la luna por tu ventana. Seguirán pasando las cosas sin ti. Ya no pasarán las que hacen tanto daño. Y verás desde tu escaparate lo que fue de mí.»

El tiempo. Los gurús hacen apología del presente. Los mercaderes, más bien. No es el presente místico del que hablan, sino el presente de la publicidad. ¿No es el tiempo intemporal? Y siento que para casi todos los demás el pasado es una estación vacía de la que apenas se acuerdan, en la que no reparan, que no está viva y con gente y tráfico de miradas, sino inexistente, porque ese falso presente impone su ley suprema: nada fuera de su imperio. Ah, si el aire de esta noche ha sido fragante (aun en este norte el aire de primavera huele a frescor), estas noches siempre son fragantes. Eternamente. Perviven fuera o dentro o más allá o más acá de los relojes y la memoria. Los buenos escritores lo saben, y juegan a dioses humanos no burlando el tiempo, sino jugando con él, como el niño rehace castillos en la arena de la playa. Una y otra vez. Sin cansancio. El mismo castillo y distintas almenas con la misma arena. ¿He dicho los buenos escritores? Y los buenos panaderos y los buenos pescadores y los buenos y las buenas cualquier cosa. Este cuarto es de paredes amarillas. Es un cuarto pequeño y también infinito, y el ordenador es pequeño y también abarca cualquier cosa, y en mi mente está ella con su bebecito, y hoy al llegar a la cervecería no sé por qué he remedado un gesto suyo, y allí me espera Gabriela, y le hablo del vestidito y del camello azul y del mar y de la fabada y de las camisetas nuevas (rosa, morado, negro, rojo). Y en la madrugada las palabras y los acordes y el canto de las cigarras.

sábado, 9 de mayo de 2009

REGALOS

Después de la crisis del lunes, he intentado comprender, dar salida, metabolizar, no sé cómo decirlo, qué lenguaje es el apropiado para mis sentimientos y emociones de esta semana. Sueño, me despierto con un pequeño sobresalto, lloro, me entristezco, imagino.
He ido a ver el mar. He dado un largo paseo por el camino que hay entre los cerros, hasta la Providencia. Y en el centro comercial de Oviedo le he comprado al bebé un vestidito con florecitas de color rosa y un camello azul que, cuando le estiras el cuello, suena una canción, y hoy lo he enviado al correo, con un trocito de mi alma dentro.

LOS PECADOS GRIEGOS DE JAVIER TOMEO


Dice Javier Tomeo que convoca a los personajes en el espacio del papel en blanco (¿o de la pantalla en blanco?), y que luego ya ellos hablan y hacen un poco lo que les parece. Javier Tomeo tose con frecuencia, mira hacia la enorme puerta corredera desde donde la gente asoma, curiosea, pasa de acá para allá; le pita el móvil y nos pregunta cómo se para eso, a los tres espectadores o contertulios de la presentación de su última novela, Pecados griegos. Exactamente, dos y el presentador. Cuando ya llegan las siete, nos firma los libros, dibujando a Fedra y a Godofredo. Por allí hay niños curioseando las ilustraciones y los libros expuestos, poque estamos en una sala de exposiciones, una especie de pasillo grande. A Tomeo le gustan los niños. Yo siempre he creído, por las entrevistas y lo poco que he hablado con él, que es un tipo de una gran sensibilidad, que contrasta con su corpachón y sus facciones de boxeador. A una niña le dice: «¿A qué peluquería vas?». Y la niña le contesta que a ninguna, que las coletas se las hace su madre. Tomeo ha venido en un Talgo, muy cómodo, dice. Cuando salimos de aquel sitio inhóspito, que a Tomeo le cuesta, porque usa bastón y tiene que subir escaleras y no hay ascensor, otra niña, ya bastante más mayor, entra en el edificio con una bandeja y lo que parece una empanada. «¿Me das?», le dice Tomeo. Y la niña grande se vuelve, sonríe y se va, como yo, después de darle la mano al escritor.
(Fotografía de Javier Tomeo de Alberto Estévez, agencia EFE)

martes, 14 de abril de 2009

YURI GAGARIN, UN MES DE ABRIL


GAGARIN

-Claudio Baglioni-

Un abril que se incendió
al cielo me llevó.
Gagarin, hijo de la Humanidad.
Y la tierra quedó atrás,
pequeña cual jamás.
Yo la miré, no me lo perdonó.
Y el espacio se rasgó.
Estrellas hallé,
luciérnagas de Dios.
Con mi rostro en el cristal
yo acaso soñé.
Y todavía yo vuelo.
Yo dejé la casa mía,
el vodka y el rosal
y el lago que bañó al muchacho Yuri.
Con la mano yo alejaba
falsía, vulgaridad,
calumnia, guerra, máscara antigás.
Como un águila me alcé
y sobre el Polo yo
me uní a la eternidad.
Mas la sombra me robó
y solo quedé.
Y todavía yo vuelo.
Y todavía yo vuelo,vuelo,vuelo.
En lo infinito yo vuelo.
Bajo un timbre negro ya
yo mi sonrisa abrí
y mi sonrisa se me marcharía.
Yo, vestido de robot,el primero volé.
Y todavía yo vuelo
Y todavía yo vuelo,vuelo,vuelo...
En lo infinito yo vuelo.

Quell'aprile si incendiò
al cielo mi donai
Gagarin figlio dell'umanità
e la terra restò giù
più piccola che ma
io la guardai, non me lo perdonò
e l'azzurro si squarciò
le stelle trovai lentiggini di Dio
col mio viso sull'oblò
io forse sognai
e ancora adesso io volo
e lasciavo casa mia
la vodka ed i lillà
e il lago che bagnò il bambino Yuri
con il piede lo scansai
bugie volgarità
calunnie guerre maschere antigas
come un falco mi innalzai
e sul Polo Nord sposai l'eternità
anche l'ombra mi rubò
0 e solo restai
e ancora adesso io volo
e ancora adesso io volo
volo
volo
nell'infinito io volo
sotto un timbro nero ormai
io vi sorrido ma il mio sorriso se n'è andato via
io vestito da robot
per primo volai
e ancora adesso io volo
e ancora adesso io volo
volo
volo
e ancora adesso io
e ancora adesso io volo
volo
volo
nell'infinito io volo

martes, 7 de abril de 2009

¿POR QUÉ PESAN LAS AUSENCIAS?

¿Por qué pesan más las ausencias, las no felicitaciones, los olvidos? Tal vez porque son más, son más numerosos los olvidos. Me han hablado de poses, a mí me hablan de poses, y del excesivo peso del pasado. Y yo hablo del cansancio, del hastío, de la náusea de los conflictos estúpidos, de todas esas microbatallas cotidianas de desgaste contra toda esa morralla de cobardes gilipollas, de cretinos con los que uno se ve obligado a ¿convivir? Una mierda de convivencia. ¿Quién puede extrañarse de que en ocasiones aflore la ira? Pon bajo presión a un hombre, un día, otro día, y luego no te quejes del zarpazo. Pienso ahora, por ejemplo, en Luis Leante retirando por las bravas una de las cámaras de seguridad que al parecer su directora del Instituto utilizaba para acosarle. Ah, el acoso femenino (no exclusivo de las mujeres, por supuesto; femenino no como el producto de las mujeres, sino como lo nocturno, lo traicionero, el disimulo...), la sutil e implacable y soterrada violencia femenina, que lleva camino de triunfar en esta sociedad de la apariencia, que ha convertido la violencia directa en violencia subterránea . Vuelvo al cumpleaños. Aún me duelen las ausencias, no vale de nada negarlo; algunas, sorprendentes, claro, porque duelen las ausencias inesperadas: ni una llamada, ni un mensaje, ni un sms. Y, entonces, surge un sueño: escapar, olvidar los nombres, las caras, olvidar los afectos y las ilusiones. Olvidarse de uno mismo y renacer en otro lugar donde a uno le dejen en paz, donde basten una o dos personas, donde abandonar el runrrún, el ruido de fondo que transporta estupideces sin cuento. Vaciarse. Sentir. Vivir. Aun con los años a cuestas sigo creyendo que eso puede ser posible en compañía, y que la soledad no es eterna. Aunque haya días que cueste tanto y tanto y tanto.

domingo, 5 de abril de 2009

EVERYTHING'S ALRIGHT - TODO ESTARÁ EN PAZ


Sleep and I shall soothe you, calm you, and anoint you.
Myrrh for your hot forehead, oh.
Then you'll feel
Everything's alright, yes, everything's fine.
And it's cool, and the ointment's sweet
For the fire in your head and feet.
Close your eyes, close your eyes
And relax, think of nothing tonight.

Velaré tu sueño,
calmaré tu fiebre,
con ungüento te ungiré.
Verás que nada va a pasar, todo estará en paz.
Porque el nardo apagará tu sed
y el perfume aliviará tus pies.
Duerme bien, duerme bien,
con el sueño podrás olvidar.
De Jesus Christ Superstar - Andrew Lloyd Weber, con libreto de Tim Rice. Versión española de Jaime Azpilicueta e Ignacio Artime.

jueves, 26 de marzo de 2009

LAS DOCE Y MEDIA

Las doce y media. Las gotas para los oídos y la pomada para epitelizar el cristalino del ojo derecho. Las caminatas diarias, de aquí para allá, siempre a carreras, maltratando mis pies doloridos. La novela de Luis Leante en la mano, de vuelta para comer, a las cinco menos veinte, que vaya horas, y de camino y justo detrás de la chica que acaba de abrir la librería, pedir y, sin pensármelo dos veces, llevarme el libro de Carl Theodor Dreyer sobre Jesús de Nazaret, el guión nunca rodado por el danés. Las deliciosas fresas y trocitos de piña al comienzo de las comidas. La siesta. El remordimiento por no haberme levantado a tiempo para ir a ver Breve Encuentro, la que dicen obra maestra británica de David Lean, pero es que ya estoy cansado de ir corriendo y apurado a todos los sitios. Como ayer, que me salté la siesta y encontré tiempo, antes de ver La hija de Ryan, para visitar a ese viejito que ayer caminaba por el pasillo del hospital. Ese viejito paseando a buen paso apoyado en su cacha. Su voz firme y bien timbrada, sus ojillos adánicos y risueños que tanto me recuerdan a los de mi abuela, porque es su hermano, mi tío abuelo Eutiquio que me cuenta que estuvo en Cabárceno, (porque yo creo que Eutiquio siente fascinación por los bichos y le gustan los documentales de bichos, como a mi abuela), el parque cántabro donde les grabaron un vídeo que luego rebobinaban en el autocar, y todos se reían. Mi tío abuelo que a sus 89 tacos está lúcido y tiene la curiosidad de escuchar la radio y leer todos los días el periódico. Mi tío abuelo que cultiva un huerto feraz, un huerto de hortalizas y frutales a orillas del Órbigo, que siempre cuidó con primor y perseverancia, donde hay un pequeño chamizo lleno a rebosar de todo tipo de objetos y herramientas con los que inventar, componer, y reparar cualquier cosa útil. Mi tío abuelo que hoy, nada más llegar su hijo al hospital, le ha dicho que ayer estuvo aquí Jose a verme, y eso me emociona tanto. Eso le emociona tanto a este tipo al que hoy Juanjo, el del bar Puerto Banús, ha invitado al tercer blanco y ha puesto un par de tapas pantagruélicas, y con quien se ha reído, nos hemos reído de la caligrafía apenas legible de un inspector en un papel. Y a esta hora, ya las doce y cuarenta y cuatro, sonando Ay, amor, de Revólver, que vienes tal como te vas, es decir, sin despedirse, es decir, sin avisar, entonces este tipo que al volver por las calles oscuras y vacías se fija en todos los coches aparcados, porque lleva ya casi un año pidiendo presupuestos, comparando marcas, precios y modelos, calculando préstamos, sin decidirse a jubilar su 205 de casi 19 años; este tipo que bambolea su bolsa del supermercado con el lavavajillas, los palitos de pan integral, los yogures de vainilla y los bizcochos italianos de chocolate y vainilla, este tipo no ignora que no todo está perdido si hay viejitos con la cara iluminada que agradecen una visita, y corteses camareros que, mientras ojeamos en la barra los periódicos, nos invitan a vino y tapas, y a intervalos ponen la radio a ver qué tal va la Cultu en el derbi provincial.

sábado, 21 de marzo de 2009

SANTANDER, EL 19 DE MARZO, LA FOTOGRAFÍA

Me gusta regresar a los lugares donde he sido feliz. La bahía de Santander, por ejemplo. La Magdalena y El Sardinero, donde me encuentro tan bien, sobre todo si hace tan buen tiempo como hoy. La vida no se repite, pero puede ser recreada. No se repiten los días del verano en los cursos, las risas, la gente, las complicidades, las clases, las charlas en el comedor, algunos besos, y nombres al filo del olvido. Los recuerdos a veces entristecen, pero creo que algo permanece, que hay un hilo de fecunda continuidad. He desayunado leyendo en el periódico la columna horizontal y televisiva de Antonio. En la playa, me he sentado con las piernas cruzadas, en una postura meditativa que me incomoda. Pero a breves y maravillosos intervalos me invade el rumor de las olas. El oleaje, el viento acariciándome, el olor del yodo y del salitre... Abro los ojos, hay barquitos que van y vienen, por la orilla los perros corretean, la gente pasea y corre, las chicas caminan como sólo se mueve una hembra.

El 19 de marzo. Una fecha tan especial en mi vida, que ahora es tan discreta y tan anónima, pero que sigue siendo una puerta abierta a las emociones, una colección de recuerdos, una proyección de anhelos. Este año celebro las felicitaciones, aunque sean recordadas o lleguen de madrugada: las de mi madre, Antonio y Gabriela. Este día solía ser conflictivo, una encrucijada, una prueba, una cita de la que no siempre salí bien librado, porque me costaba mucho aceptar los regalos, ser el centro de atención o rezar el padrenuestro en la bendición de la comida familiar, y hasta el mediodía mi corazón no dejaba de palpitar con nerviosismo y ansiedad, cuando llegaban a casa los abuelos para comer, y mi querida abuela me colgaba con esas cuelgas repletas de golosinas, caramelos, paquetes de cigarrillos y paraguas y monedas de chocolate. Esos regalos que de alguna manera me avergonzaban, esos objetos que me interrogaban, que me desnudaban ante los demás, y de los que por algún motivo ignorado y terrible no me sentía merecedor: el camioncito con sus bombonas de butano, el bolígrafo y la lapicera en su estuche, el atlas, la cazadora roja de piel... Este día no hay abrazos, pero hay sol, mar, aceptación, tranquilidad, hay viento y sol y mar y este libro que sostengo en la mano derecha.

Este libro de la foto es Vida de un piojo llamado Matías. Cada día puede ser un regalo, y hay paisajes que ayudan, como éste de La Magadalena, un marzo de cielos claros, cuando comienza la primavera y se anuncia el verano, porque las estaciones se contienen las unas en las otras. Si nada permanece, creo que no es menos cierto que nada se pierde, que las lágrimas y las gotas del mar son una misma y fecunda simiente de sal y de vida, y que los regalos soñados, y los negados, y los abrazos perdidos volverán, aunque no sepamos de quién ni cómo ni en qué forma y lugar. Y entonces tal vez habré aprendido a aceptarlos en paz.

domingo, 8 de marzo de 2009

ABRAZO AL SALIR DEL AGUA (Sueño)

En el sueño hay más personajes, como ese político de izquierdas con cuyo nombre habían bautizado los fuegos de la cocina, y a quien pensaba enviarle algún día mi rigurosamente inédito y futurible libro de poemas -he pensado-, pero eso no importa mucho, las circunstancias del sueño sólo hacían tiempo hasta llegar a ella.
Ella es la hermana. ¿La hermana de quién? De un hermano que no tengo (ella sería entonces mi hermana inexistente), de un primo que tampoco tuvo hermanas. Pero, en todo caso, es su hermana. Ella viste medias blancas y tal vez un pequeño velo blanco, algo así como el vestido de una novia sexy. Es morena, de lacia melena negra y grandes ojos oscuros de mirada profunda. Es silenciosa y su cuerpo es armonioso y con la delgadez que me gusta. En la habitación de al lado hay una piscina grande, de agua clara, iluminada como si fuera una soleada playa de mar. Ella entra en la piscina y yo me quedo a horcajadas en el bajo murete que separa la habitación con piscina del resto de la casa. Su hermano pregunta, se interesa por ella, ha oído algo sobre unas piernas que le ha puesto ligeramente en guardia, tal vez atando los cabos que yo querría desatar para quedar con ella esa noche, como intuí o le pregunté al verla hace unos minutos en la cocina, pero tranquilizo a su hermano diciéndole que estoy aquí sentado, en el pequeño murete de separación, y entonces él desaparece de escena.
Ella está en el agua, vestida con sus medias blancas, y cuando me giro para verla mejor, se cae al suelo un papelito cuadrado de color azulado, tal vez un resguardo, una nota con algo escrito con letra de imprenta. Ella sale del agua. Sin dejar de estar sentado en el umbral, me estiro hacia ella y le tiendo mi mano, sin decidirme a entrar en la piscina. Ella toma con fuerza mi mano, la atraigo hacia mí y nos abrazamos. Le acaricio la espalda. Su piel es joven, morena, está aún mojada y sin duda se la podría calificar de tersa. Mis dedos se delizan con mucha suavidad. Ella me acoge y me permite demorarme en el abrazo, en las caricias, y siento su tersura y su olor fragante y toda su feminidad tan cerca. Al desabrazarnos con suavidad se aleja lentamente, y lo que viene a continuación es como una burda parodia del abrazo armónico, ese carrito que una niña traviesa empuja con velocidad desde el lugar de la casa donde he dejado de verla a ella. En el carrito trae a otra niña, casi un bebé, con un largo y anticuado vestido azul. Frena y la niña sale despedida y aterriza en el piso, pero no se lastima, porque tiene más de autómata o de muñeca que de ser vivo (en el cuello lleva una especie de gorguera de plástico, y su cara, al igual que el rostro de la niña que empuja el carrito, tiene pintados coloretes, pecas y una sonrisa, y tiene la textura de la porcelana de los juguetes antiguos). No obstante, la recojo del suelo y la abrazo con ternura paterna, y en ese momento oigo una voz maliciosa que no sé muy bien de dónde viene y que dice "ya antes quiso conmigo".

miércoles, 11 de febrero de 2009

MADRID INVERNAL


Me refugio del aire frío en la escuela jedi, donde me emociono con los primeros compases de la música de John Williams. Hay niños y papás y adultos sueltos como yo. En la exposición, los muñecos, los trajes, los modelos de los personajes, los planetas, las naves, las armaduras galácticas, con el aspecto usado que quiso darles George Lucas. Al salir del metro paseo por Fuencarral, entro en el Mercado, galería de tiendas modernillas, y después tiro por Hortaleza, y callejeo y busco donde comer. Caen chispas de nieve. Madrid bajos mis pies. Madrid es un sueño de arena que el viento moldea y el agua desmenuza. Comer en Madrid, una ciudad tabernaria. Pasear por Madrid. Tal vez me sintiera extraño si estuviera con alguien. Por Libreros no encuentro la novela que busco, demasiado novela y demasiado antigua, y ya es tarde para ir a la cuesta de Moyano. Por una de las calles perpendiculares a Gran Vía, un perfil de muchas ciudades y nubes crepusculares. Esa transición entre el día y la noche, una quietud expectante, que puede ser la antesala del desastre, de la gloria o, más probable, del tedio, me parece igual en todas las ciudades, en todas las estaciones, en todas las épocas, así que debe de ser un estado del alma, una sincronía del espíritu con el movimiento del planeta, el pedazo de cielo, las nubes rojizas, la luz que atenúa los perfiles. Una buena hora para el silencio y el abrazo. Ausente el abrazo, me repongo y llego por Sol y Carrera de San Jerónimo a la calle del Príncipe. El Teatro de la Comedia sigue en obras. Por allí vi la pasada primavera a Vargas Llosa. Tal vez salía del Café del Príncipe, en la plazuela de Canalejas; vestía una cazadora blanca de verano y llevaba una cartera bajo el brazo. En Atocha leo la inscripción en el monumental abrazo circular y solidario a los abogados laboralistas. Sí, también acabo de pasar una vez más por Huertas y por la calle del León, es decir, del bicho, no de la ciudad ni del reino, porque en una de las placas con el nombre de la calle hay un domador y un león. Bajando Atocha entro en la tienda de sexo que queda abierta de las dos que había. Qué raro suena, ¿no?, en castellano, "tienda de sexo"; ¡¡atención, damas, caballeros, se venden corridas, se compran caricias, se alquilan deseos perversos, se proyectan sombras prohibidas...!! La mejor de las shops, donde vi algunas mujeres hermosas, y a hombres de todo tipo viendo a mujeres hermosas, lleva tiempo con la verja cerrada y las paredes de un rosa cada vez más descolorido, un gigantesco chicle escupido en la acera. Vuelvo a la Casa del Libro; tantas cosas y se me olvidó preguntar por el libro de Ken Wilber, y el de María Teresa Román, que no tenían en la Fnac. Por un euro le compro un poema a un poeta que escribe sentado a la entrada de la librería. El que tú quieras darme, le digo, como si el hombre sentado en la Gran Vía fuera un oráculo o un chamán, y yo un viajero perdido en un bosque, y aquel folio fuera un mapa para salir del bosque y encontrar el camino a casa, el escondite del tesoro, el pergamino donde, al calor de una vela, descifrara el nombre de mi amada y la senda de mi destino. El poema está escrito a mano y mal puntuado, y no entiendo algunas palabras y cada verso me recuerda otros, pero la letra es elegante y me siento satisfecho. Se titula El sueño. Ya es tarde, por Fuencarral camino hacia Tribunal, para regresar a Chamartín, al cómodo y caldeado tren Alvia que me aleja del sueño, que me regresa a la ciudad pequeña que a días siento tan hostil, con tanto lastre, como me dijo un día Antonio de su Alicante, charlando, sentados ante los barquitos del puerto. En Madrid he soltado algo de ese lastre acumulado durante las últimas horas, cuando me he sentido abatido, decepcionado, tan fuera del mundo, tan a la intemperie, deseando distanciarme de todas esas sombras heladas. Hay días que abren frentes insospechados, uno, dos, tres, se cierra una esperanza, se recibe un disparo inesperado, se libra una guerra sorda y absurda, de baja intensidad y de desgaste, y entonces me siento un soldado ajeno a este mundo, exiliado de algún planeta olvidado, que se ha quedado sin unidad, sin mapas y sin más objetivo que resistir. Al menos esas pocas horas en Madrid he respirado. Mendigo de paseos y de miradas, siempre hay un rayo de sol, una perspectiva, unas palabras, o la amabilidad y la dulce mirada de esa mujer que me indica una calle y a la que quisiera volver a ver, al menos en mis sueños, antes de que el viento y el agua vuelvan a moldear, a hacer y a deshacer, en el centro del invierno, un crepúsculo de fría primavera.

domingo, 18 de enero de 2009

GAZAPOS, UNA TEORÍA PARADÓJICA

"Estaba delante mío", "Tenemos detrás nuestra...", "Se lo encontró delante suya", "Delante vuestro se encuentra..."
Es muy común en la lengua hablada utilizar el adjetivo posesivo en lugar del pronombre personal. En vez de "delante de nosotros", se utiliza "delante nuestro" o "delante nuestra".
¿De dónde viene este error que como un fantasma recorre el habla? ¿Es que nuestro afán de poseer recae también sobre los espacios y su situación con respecto al hablante? Vaya, eso sí que es voracidad y avidez.
El otro día un periodista dijo en la radio este otro horror: "El problema ha sido resuelta"
¿Qué hay de común entre estos dos tipos de gazapos, entre el "resuelta" y el "nuestra"?
No descarto las ansias posesivas de los primeros ejemplos, sino que las complemento con una explicación que, si me pongo estupendo (que me pongo), diré paradójica, por aquello de para doxan, o sea, contraria a la común opinión, o, para ser más precisos, la opinión emergente.
Los posesivos admiten género (mío o mía), mientras que las dos primeras personas del singular de los pronombres personales no lo admiten (de mí, de ti).
Como si las palabras tuvieran sexo y no género gramatical, el hablante duda: ¿la mesa está delante nuestro, si los implicados somos varones, o delante nuestra, puesto que es una mesa, y mesa es femenino? Claro, que lo femenino de mesa es el género gramatical y no el sexo. Yo aún no le he visto los encantos femeninos a las mesas, ni a las sillas, ni a las cerillas, ni siquiera a las razones, aunque no descarto en el futuro vivir una tórrida y desenfrenada relación con alguna de ellas.
El género ha sido el falso problema con el que se ha encontrado el periodista radiofónico. Acuciado por hablar correctamente en antena; preocupado por no discriminar ni a las mujeres ni a las mesas; impelido a hablar con ese absurdo "lenguaje no sexista y no discriminatorio", que en realidad lo sexualiza todo; presionado por el hembrismo emergente (hembrismo: delicia que leo en una de las columnas de Quim Monzó en La Vanguardia ) de ministras que dicen (¡y reivindican!) miembra; pues con todo ese batiburrillo en algún lugar de su mente, el bueno del periodista se ha visto en la automática necesidad de dotarle al "problema" (que si acaba en a será femenino, ¿no?), de una concordancia de género. Y así, "problema resuelta".

sábado, 17 de enero de 2009

LITERATURA EN EL QUIOSCO

Ayer me lo compré. Tapa dura de color dorado. Hum, no es lo que más me gusta. Pero al ver el paquete de cartón con los dos libros en el quiosco, sentí un cosquilleo similar a cuando compraba hace años las colecciones de Orbis, de Seix Barral, de Planeta De Agostini, y donde leí a Borges, a Vargas Llosa, a Pérez Galdós, a García Márquez... Anagrama publica un puñado de títulos en una edición que se venderá en quioscos. Compraré muy pocos, porque la mayoría de los que me interesan ya los he leído, o los he comprado y aún esperan su momento. Además, su precio, casi 10 euros de vellón, no me parece tanta ganga, aunque esta valoración varía según el volumen. Echo de menos títulos como La isla del segundo rostro, de Vigoleis, y hay autores, como Auster, que se repiten, seguramente por el tirón editorial y porque gustan mucho al editor. Bienvenidos los libros; otro motivo más, junto con las fotos de chicas y las portadas de las revistas y los periódicos, para detenerse delante de los quioscos, echar un vistazo a los escaparates, volver, siempre, a ser un niño.

jueves, 15 de enero de 2009

EL HOTEL Y EL REGALO A MEDIO ENVOLVER (Sueño)

Estoy en un hotel. Es curioso, porque es un hotel que se encuentra enfrente o muy cerca de mi casa, y no sé muy bien si me alojo de continuo o si sólo he pasado alguna noche, ni el motivo de mi estancia; tal vez un curso, un congreso, un trabajo.
Me marcho del hotel. Ignoro si tardaré mucho en regresar, o si, al contrario, mi despedida sólo será hasta mañana o incluso hasta esa misma noche.
Los empleados del hotel trasladan objetos desde el vestíbulo hasta un salón contiguo. Debe de celebrarse una reunión, y esos objetos embalados tienen toda la pinta de ser regalos para los asistentes. En un momento, me he quedado solo. He visto uno de esos regalos, a medio envolver, encima de una mesa. Es una especie de portarretratos de cerámica, compuesto de dos partes. No me resisto. Guardo en su envoltorio de cartón una de las partes, la otra la dejo y vuelvo a subir a mi habitación. Creo que no lo echarán de menos, y, en todo caso, cuando eso suceda, yo ya me encontraré lejos de allí. Nadie sospechará de mí, porque soy un cliente habitual.
Al llegar a la habitación me encuentro con otro cliente. Lo conozco. Viste un traje color crema, bien cortado, y sostiene en la mano varias copas. Va de un lado a otro, estornudando. Le pregunto qué tal se encuentra. Como una de las copas está casi vacía, presumo que ha bebido más de la cuenta. Debo de insinuarle algo en ese sentido, poque él lo niega con amabilidad. Le echa la culpa a la alergia.
Entro en la habitación. Ya está hecha. Sin embargo, hay algo extraño. Es una habitación con dos camas, y una de ellas ha sido recogida, plegada, y ahora es un sillón, situado cerca de la terraza, más allá de la otra cama. Pienso que han hecho bien, que sólo se utiliza una, y que no tiene sentido tener la otra allí al lado, estorbando. Aunque me era útil para apoyarme en el borde y descalzarme. En fin, ahora utilizaré el sillón. No será difícil convertirlo en cama al llegar la noche y volverlo a armar antes de abandonar la habitación, por la mañana. Así, mi invitada pasará desapercibida.
Dejo la habitación. Al salir al zaguán, ya no veo al conocido del traje color crema. El regalo a medio envolver está encima de una mesa. Qué imprudente he sido. Cualquiera que lo haya visto puede sospechar y descubrirme. No hay tiempo que perder. Debo abandonar el hotel cuanto antes. A esa hora ya debe de haber vigilantes en la salida. Guardo el regalo en una bolsa. No sé por qué me empeño en llevarme ese objeto que no me gusta nada; es bastante hortera, pero creo que a mi madre le gustará y, además, debe de haber costado lo suyo. Tiene más valor llevarse un objeto caro. Coloco en la bolsa un cuaderno, y otra bolsa de supermercado, arrugada, para disimular. Supongo que ni siquiera me registrarán. Con esa esperanza, aunque con precaución, me dirijo hacia las escaleras para abandonar de una vez por todas el hotel.

AL OTRO LADO, LA BATALLA (Sueño)

Libramos una guerra.
Avanzamos por un campo de escasa vegetación. El terreno es irregular, ondulado por continuas pequeñas colinas que nos impiden ver un horizonte donde se libra la batalla. En ningún momento vemos al enemigo.
Escuchamos las explosiones. El cielo es claro. Debe de ser primera hora de la tarde. No vamos vestidos con ropas de soldado. Somos varones y mujeres. Intentamos escalar una pared vertical, terrosa. Disparan. Son granadas, digo. Pueden ser de mano o lanzadas con mortero. Escuchamos el ruido, pero no vemos el lugar de la explosión ni saltar la tierra. Sabemos que no pueden herirnos, pero aun así, hay que escapar. Al trepar por la pared, nos resbalamos. Apenas podemos agarrarnos a los pequeños salientes vegetales que crecen en la pared roja y arcillosa.
Nos es imposible subir, así que nos refugiamos en una especie de casa abandonada y medio derruida.
Sentimos terror. Es un miedo cierto, pero informe, porque somos incapaces de verle la cara al enemigo. A la vez, repito, sabemos a ciencia cierta que nada malo puede sucedernos. Y, sin embargo, a pesar de la certeza de la impunidad, sentimos miedo, porque ignoramos cómo y cuándo saldremos del escenario de la batalla. Actuamos como los aspirantes ante un ritual iniciático. Conseguiremos pasar; también lo sabemos. Saldremos bien librados, pero desconocemos qué pruebas tendremos que superar, así como la exacta localización del enemigo invisible.

EN UN PEQUEÑO REFUGIO (Sueño)

Estamos refugiados en una casa pequeña, que es una especie de estación eléctrica, a las afueras de una ciudad.
Sufrimos un ataque o estalla una descomunal tormenta destructora. El ataque es demoledor y de una gran envergadura, quizá planetaria. Tal vez proceda de una fuerza extraterrestre.
Somos varios, entre cuatro paredes.
A través de algún medio de comunicación con el exterior nos damos cuenta de que estamos en la única estación energética que continúa en pie.
El ataque parece haber cesado.
Echamos un vistazo a través de los muros medio derrumbados y nos encontramos con una gran desolación: no queda piedra sobre piedra y sólo hay montones de cascotes. La ciudad a nuestro alrededor ya no existe.
Sólo debemos de existir nosotros, supervivientes de la destrucción. Todo ha sucedido con una gran rapidez. Nos preguntamos qué circunstancias o casualidades nos han salvado.
¿Por qué nosotros?
Ha debido de ser una nimiedad, un aspecto en principio intrascendente el que nos ha librado. Por ejemplo, un cable que hacía o no hacía contacto.
¿Qué haremos a continuación?