martes, 28 de febrero de 2012

UN LUNES EN EL HÚMEDO

Acabo de llegar del Húmedo. Un lunes... Escucho "Elefantes"... "Y yo no lo sabía, y si me vuelvo loco es al sentir que hay tantas cosas que vivir, y yo sin ti no lo sabía..., que me podía encontar algo tan dulce como tú, y yo no lo sabía... "
El respiro, al final de la jornada, un lunes cansado, en los bares. Me he acordado de los enigmas de Nieves y de Patricia; de las Elenas y de Fernando; de algunos más... De mis torpezas y mis orgullos; de sentir que aprendo cada día, de que la valentía consiste en encontrarse a uno mismo en el otro; de que todos somos "el otro" en la mirada de alguien...
En todo caso, y como en Facebook nadie lee tantas líneas, es gustosa esta escritura al aire, de madrugada, como el que mancha con impunidad las paredes en los arrabales, al claro de una luna invernal ...
León, ciudad de bares, para rasear con la suela de cuero; para tomar vinos un lunes de finales de febrero; para invitar e irse tan satisfecho, hacia otra playa, y ser agasajado por Sevi en su Bacanal, con sus atenciones, con cecina y queso y patatas y bacon...
Hoy uno de esos personajes del Húmedo me ha enseñado un remedo de su fragmentada historia vital en una desvencijada hoja de prensa (me cuenta solemne que la tapa de chorizo, jamón, queso y salchichón es para su grandón y perruno compañero, que aguarda paciente a la puerta del bar). Me gusta escuchar las historias de los supuestos perdedores, porque ya los ganadores tienen a su favor el ruido de los altavoces. Y me pregunto si yo acabaré siendo también un personaje del Barrio Húmedo, un tipo tabernario con una decadente historia que alguien esbozará o silenciará en los márgenes de un medio tan efímero como la miel de urz en los labios...
En León la comida es la tierra, el universo, la sociedad y la vida misma. Y es un don. No se escatiman el buen pan, la cecina, la trucha, las manzanas, el chorizo, el orujo, el queso; no se le escatima un vino a nadie... El alimento es mucho más que una transacción, es el vínculo entre el hombre y su tierra, y un vínculo entre los hombres, y la impagable sabiduría de las mujeres, que nos enseñaron a comer, y que, al llar de l'iviernu, nos contaron mágicas historias de llobos y nevadas, y de nieves como trapos.
La comida, un laberinto; al final del cual se encuentran el varón, la mujer y sus desvelos, y aun sus lazos de vida entre las generaciones, esa filiación de la memoria surcada por la historia y sus cicatrices.... El chorizo, la sopa de trucha, la cecina, nos vinculan a los padres, a los abuelos, a los que nunca conocimos... "El cuerpo son las raíces", decía mi abuela, y esas raíces son todo aquello que entra por la boca y alimenta el cuerpo; no la mística, sino lo terreno, lo sustancial, el universo sensible, los animales, los frutos de los árboles y los surcos ribereños anegados por el agua fría de la montaña; todo lo que está vivo, y es poderoso y nutritivo y sagrado, porque no se compra, ni se vende, ni se atesora, sino que se ofrece.
A escasos pasos de la más gótica de las catedrales, incendiada al poco de venir al mundo, el niño que fui cargaba con botellas de sangre, con las que, además del pan, el sebo y la cebolla, mi abuela hacía las mejores morcillas del mundo... Antes de que otro mundo suplantara al nuestro. Memoria de abrazos y buñuelos, de roscas y de lágrimas, de agua fría y de sopas con vino, de miedos ahuyentados con cantares y golpes de pandereta..., donde no todo era una mercancía, donde no todo se compraba y se vendía...
Y es la humareda de ese mundo de ficción en mi memoria el que reverdece cualquier lunes, al regreso; cualquier día de este y de otros inviernos, en un bar, en una taberna, por las calles antiguas, reinventadas con el sueño de los años.