"Estaba delante mío", "Tenemos detrás nuestra...", "Se lo encontró delante suya", "Delante vuestro se encuentra..."
Es muy común en la lengua hablada utilizar el adjetivo posesivo en lugar del pronombre personal. En vez de "delante de nosotros", se utiliza "delante nuestro" o "delante nuestra".
¿De dónde viene este error que como un fantasma recorre el habla? ¿Es que nuestro afán de poseer recae también sobre los espacios y su situación con respecto al hablante? Vaya, eso sí que es voracidad y avidez.
El otro día un periodista dijo en la radio este otro horror: "El problema ha sido resuelta"
¿Qué hay de común entre estos dos tipos de gazapos, entre el "resuelta" y el "nuestra"?
No descarto las ansias posesivas de los primeros ejemplos, sino que las complemento con una explicación que, si me pongo estupendo (que me pongo), diré paradójica, por aquello de para doxan, o sea, contraria a la común opinión, o, para ser más precisos, la opinión emergente.
Los posesivos admiten género (mío o mía), mientras que las dos primeras personas del singular de los pronombres personales no lo admiten (de mí, de ti).
Como si las palabras tuvieran sexo y no género gramatical, el hablante duda: ¿la mesa está delante nuestro, si los implicados somos varones, o delante nuestra, puesto que es una mesa, y mesa es femenino? Claro, que lo femenino de mesa es el género gramatical y no el sexo. Yo aún no le he visto los encantos femeninos a las mesas, ni a las sillas, ni a las cerillas, ni siquiera a las razones, aunque no descarto en el futuro vivir una tórrida y desenfrenada relación con alguna de ellas.
El género ha sido el falso problema con el que se ha encontrado el periodista radiofónico. Acuciado por hablar correctamente en antena; preocupado por no discriminar ni a las mujeres ni a las mesas; impelido a hablar con ese absurdo "lenguaje no sexista y no discriminatorio", que en realidad lo sexualiza todo; presionado por el hembrismo emergente (hembrismo: delicia que leo en una de las columnas de Quim Monzó en La Vanguardia ) de ministras que dicen (¡y reivindican!) miembra; pues con todo ese batiburrillo en algún lugar de su mente, el bueno del periodista se ha visto en la automática necesidad de dotarle al "problema" (que si acaba en a será femenino, ¿no?), de una concordancia de género. Y así, "problema resuelta".
domingo, 18 de enero de 2009
sábado, 17 de enero de 2009
LITERATURA EN EL QUIOSCO
Ayer me lo compré. Tapa dura de color dorado. Hum, no es lo que más me gusta. Pero al ver el paquete de cartón con los dos libros en el quiosco, sentí un cosquilleo similar a cuando compraba hace años las colecciones de Orbis, de Seix Barral, de Planeta De Agostini, y donde leí a Borges, a Vargas Llosa, a Pérez Galdós, a García Márquez... Anagrama publica un puñado de títulos en una edición que se venderá en quioscos. Compraré muy pocos, porque la mayoría de los que me interesan ya los he leído, o los he comprado y aún esperan su momento. Además, su precio, casi 10 euros de vellón, no me parece tanta ganga, aunque esta valoración varía según el volumen. Echo de menos títulos como La isla del segundo rostro, de Vigoleis, y hay autores, como Auster, que se repiten, seguramente por el tirón editorial y porque gustan mucho al editor. Bienvenidos los libros; otro motivo más, junto con las fotos de chicas y las portadas de las revistas y los periódicos, para detenerse delante de los quioscos, echar un vistazo a los escaparates, volver, siempre, a ser un niño.
jueves, 15 de enero de 2009
EL HOTEL Y EL REGALO A MEDIO ENVOLVER (Sueño)
Estoy en un hotel. Es curioso, porque es un hotel que se encuentra enfrente o muy cerca de mi casa, y no sé muy bien si me alojo de continuo o si sólo he pasado alguna noche, ni el motivo de mi estancia; tal vez un curso, un congreso, un trabajo.
Me marcho del hotel. Ignoro si tardaré mucho en regresar, o si, al contrario, mi despedida sólo será hasta mañana o incluso hasta esa misma noche.
Los empleados del hotel trasladan objetos desde el vestíbulo hasta un salón contiguo. Debe de celebrarse una reunión, y esos objetos embalados tienen toda la pinta de ser regalos para los asistentes. En un momento, me he quedado solo. He visto uno de esos regalos, a medio envolver, encima de una mesa. Es una especie de portarretratos de cerámica, compuesto de dos partes. No me resisto. Guardo en su envoltorio de cartón una de las partes, la otra la dejo y vuelvo a subir a mi habitación. Creo que no lo echarán de menos, y, en todo caso, cuando eso suceda, yo ya me encontraré lejos de allí. Nadie sospechará de mí, porque soy un cliente habitual.
Al llegar a la habitación me encuentro con otro cliente. Lo conozco. Viste un traje color crema, bien cortado, y sostiene en la mano varias copas. Va de un lado a otro, estornudando. Le pregunto qué tal se encuentra. Como una de las copas está casi vacía, presumo que ha bebido más de la cuenta. Debo de insinuarle algo en ese sentido, poque él lo niega con amabilidad. Le echa la culpa a la alergia.
Entro en la habitación. Ya está hecha. Sin embargo, hay algo extraño. Es una habitación con dos camas, y una de ellas ha sido recogida, plegada, y ahora es un sillón, situado cerca de la terraza, más allá de la otra cama. Pienso que han hecho bien, que sólo se utiliza una, y que no tiene sentido tener la otra allí al lado, estorbando. Aunque me era útil para apoyarme en el borde y descalzarme. En fin, ahora utilizaré el sillón. No será difícil convertirlo en cama al llegar la noche y volverlo a armar antes de abandonar la habitación, por la mañana. Así, mi invitada pasará desapercibida.
Dejo la habitación. Al salir al zaguán, ya no veo al conocido del traje color crema. El regalo a medio envolver está encima de una mesa. Qué imprudente he sido. Cualquiera que lo haya visto puede sospechar y descubrirme. No hay tiempo que perder. Debo abandonar el hotel cuanto antes. A esa hora ya debe de haber vigilantes en la salida. Guardo el regalo en una bolsa. No sé por qué me empeño en llevarme ese objeto que no me gusta nada; es bastante hortera, pero creo que a mi madre le gustará y, además, debe de haber costado lo suyo. Tiene más valor llevarse un objeto caro. Coloco en la bolsa un cuaderno, y otra bolsa de supermercado, arrugada, para disimular. Supongo que ni siquiera me registrarán. Con esa esperanza, aunque con precaución, me dirijo hacia las escaleras para abandonar de una vez por todas el hotel.
Me marcho del hotel. Ignoro si tardaré mucho en regresar, o si, al contrario, mi despedida sólo será hasta mañana o incluso hasta esa misma noche.
Los empleados del hotel trasladan objetos desde el vestíbulo hasta un salón contiguo. Debe de celebrarse una reunión, y esos objetos embalados tienen toda la pinta de ser regalos para los asistentes. En un momento, me he quedado solo. He visto uno de esos regalos, a medio envolver, encima de una mesa. Es una especie de portarretratos de cerámica, compuesto de dos partes. No me resisto. Guardo en su envoltorio de cartón una de las partes, la otra la dejo y vuelvo a subir a mi habitación. Creo que no lo echarán de menos, y, en todo caso, cuando eso suceda, yo ya me encontraré lejos de allí. Nadie sospechará de mí, porque soy un cliente habitual.
Al llegar a la habitación me encuentro con otro cliente. Lo conozco. Viste un traje color crema, bien cortado, y sostiene en la mano varias copas. Va de un lado a otro, estornudando. Le pregunto qué tal se encuentra. Como una de las copas está casi vacía, presumo que ha bebido más de la cuenta. Debo de insinuarle algo en ese sentido, poque él lo niega con amabilidad. Le echa la culpa a la alergia.
Entro en la habitación. Ya está hecha. Sin embargo, hay algo extraño. Es una habitación con dos camas, y una de ellas ha sido recogida, plegada, y ahora es un sillón, situado cerca de la terraza, más allá de la otra cama. Pienso que han hecho bien, que sólo se utiliza una, y que no tiene sentido tener la otra allí al lado, estorbando. Aunque me era útil para apoyarme en el borde y descalzarme. En fin, ahora utilizaré el sillón. No será difícil convertirlo en cama al llegar la noche y volverlo a armar antes de abandonar la habitación, por la mañana. Así, mi invitada pasará desapercibida.
Dejo la habitación. Al salir al zaguán, ya no veo al conocido del traje color crema. El regalo a medio envolver está encima de una mesa. Qué imprudente he sido. Cualquiera que lo haya visto puede sospechar y descubrirme. No hay tiempo que perder. Debo abandonar el hotel cuanto antes. A esa hora ya debe de haber vigilantes en la salida. Guardo el regalo en una bolsa. No sé por qué me empeño en llevarme ese objeto que no me gusta nada; es bastante hortera, pero creo que a mi madre le gustará y, además, debe de haber costado lo suyo. Tiene más valor llevarse un objeto caro. Coloco en la bolsa un cuaderno, y otra bolsa de supermercado, arrugada, para disimular. Supongo que ni siquiera me registrarán. Con esa esperanza, aunque con precaución, me dirijo hacia las escaleras para abandonar de una vez por todas el hotel.
AL OTRO LADO, LA BATALLA (Sueño)
Libramos una guerra.
Avanzamos por un campo de escasa vegetación. El terreno es irregular, ondulado por continuas pequeñas colinas que nos impiden ver un horizonte donde se libra la batalla. En ningún momento vemos al enemigo.
Escuchamos las explosiones. El cielo es claro. Debe de ser primera hora de la tarde. No vamos vestidos con ropas de soldado. Somos varones y mujeres. Intentamos escalar una pared vertical, terrosa. Disparan. Son granadas, digo. Pueden ser de mano o lanzadas con mortero. Escuchamos el ruido, pero no vemos el lugar de la explosión ni saltar la tierra. Sabemos que no pueden herirnos, pero aun así, hay que escapar. Al trepar por la pared, nos resbalamos. Apenas podemos agarrarnos a los pequeños salientes vegetales que crecen en la pared roja y arcillosa.
Nos es imposible subir, así que nos refugiamos en una especie de casa abandonada y medio derruida.
Sentimos terror. Es un miedo cierto, pero informe, porque somos incapaces de verle la cara al enemigo. A la vez, repito, sabemos a ciencia cierta que nada malo puede sucedernos. Y, sin embargo, a pesar de la certeza de la impunidad, sentimos miedo, porque ignoramos cómo y cuándo saldremos del escenario de la batalla. Actuamos como los aspirantes ante un ritual iniciático. Conseguiremos pasar; también lo sabemos. Saldremos bien librados, pero desconocemos qué pruebas tendremos que superar, así como la exacta localización del enemigo invisible.
Avanzamos por un campo de escasa vegetación. El terreno es irregular, ondulado por continuas pequeñas colinas que nos impiden ver un horizonte donde se libra la batalla. En ningún momento vemos al enemigo.
Escuchamos las explosiones. El cielo es claro. Debe de ser primera hora de la tarde. No vamos vestidos con ropas de soldado. Somos varones y mujeres. Intentamos escalar una pared vertical, terrosa. Disparan. Son granadas, digo. Pueden ser de mano o lanzadas con mortero. Escuchamos el ruido, pero no vemos el lugar de la explosión ni saltar la tierra. Sabemos que no pueden herirnos, pero aun así, hay que escapar. Al trepar por la pared, nos resbalamos. Apenas podemos agarrarnos a los pequeños salientes vegetales que crecen en la pared roja y arcillosa.
Nos es imposible subir, así que nos refugiamos en una especie de casa abandonada y medio derruida.
Sentimos terror. Es un miedo cierto, pero informe, porque somos incapaces de verle la cara al enemigo. A la vez, repito, sabemos a ciencia cierta que nada malo puede sucedernos. Y, sin embargo, a pesar de la certeza de la impunidad, sentimos miedo, porque ignoramos cómo y cuándo saldremos del escenario de la batalla. Actuamos como los aspirantes ante un ritual iniciático. Conseguiremos pasar; también lo sabemos. Saldremos bien librados, pero desconocemos qué pruebas tendremos que superar, así como la exacta localización del enemigo invisible.
EN UN PEQUEÑO REFUGIO (Sueño)
Estamos refugiados en una casa pequeña, que es una especie de estación eléctrica, a las afueras de una ciudad.
Sufrimos un ataque o estalla una descomunal tormenta destructora. El ataque es demoledor y de una gran envergadura, quizá planetaria. Tal vez proceda de una fuerza extraterrestre.
Somos varios, entre cuatro paredes.
A través de algún medio de comunicación con el exterior nos damos cuenta de que estamos en la única estación energética que continúa en pie.
El ataque parece haber cesado.
Echamos un vistazo a través de los muros medio derrumbados y nos encontramos con una gran desolación: no queda piedra sobre piedra y sólo hay montones de cascotes. La ciudad a nuestro alrededor ya no existe.
Sólo debemos de existir nosotros, supervivientes de la destrucción. Todo ha sucedido con una gran rapidez. Nos preguntamos qué circunstancias o casualidades nos han salvado.
¿Por qué nosotros?
Ha debido de ser una nimiedad, un aspecto en principio intrascendente el que nos ha librado. Por ejemplo, un cable que hacía o no hacía contacto.
¿Qué haremos a continuación?
Sufrimos un ataque o estalla una descomunal tormenta destructora. El ataque es demoledor y de una gran envergadura, quizá planetaria. Tal vez proceda de una fuerza extraterrestre.
Somos varios, entre cuatro paredes.
A través de algún medio de comunicación con el exterior nos damos cuenta de que estamos en la única estación energética que continúa en pie.
El ataque parece haber cesado.
Echamos un vistazo a través de los muros medio derrumbados y nos encontramos con una gran desolación: no queda piedra sobre piedra y sólo hay montones de cascotes. La ciudad a nuestro alrededor ya no existe.
Sólo debemos de existir nosotros, supervivientes de la destrucción. Todo ha sucedido con una gran rapidez. Nos preguntamos qué circunstancias o casualidades nos han salvado.
¿Por qué nosotros?
Ha debido de ser una nimiedad, un aspecto en principio intrascendente el que nos ha librado. Por ejemplo, un cable que hacía o no hacía contacto.
¿Qué haremos a continuación?
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