Estoy en un hotel. Es curioso, porque es un hotel que se encuentra enfrente o muy cerca de mi casa, y no sé muy bien si me alojo de continuo o si sólo he pasado alguna noche, ni el motivo de mi estancia; tal vez un curso, un congreso, un trabajo.
Me marcho del hotel. Ignoro si tardaré mucho en regresar, o si, al contrario, mi despedida sólo será hasta mañana o incluso hasta esa misma noche.
Los empleados del hotel trasladan objetos desde el vestíbulo hasta un salón contiguo. Debe de celebrarse una reunión, y esos objetos embalados tienen toda la pinta de ser regalos para los asistentes. En un momento, me he quedado solo. He visto uno de esos regalos, a medio envolver, encima de una mesa. Es una especie de portarretratos de cerámica, compuesto de dos partes. No me resisto. Guardo en su envoltorio de cartón una de las partes, la otra la dejo y vuelvo a subir a mi habitación. Creo que no lo echarán de menos, y, en todo caso, cuando eso suceda, yo ya me encontraré lejos de allí. Nadie sospechará de mí, porque soy un cliente habitual.
Al llegar a la habitación me encuentro con otro cliente. Lo conozco. Viste un traje color crema, bien cortado, y sostiene en la mano varias copas. Va de un lado a otro, estornudando. Le pregunto qué tal se encuentra. Como una de las copas está casi vacía, presumo que ha bebido más de la cuenta. Debo de insinuarle algo en ese sentido, poque él lo niega con amabilidad. Le echa la culpa a la alergia.
Entro en la habitación. Ya está hecha. Sin embargo, hay algo extraño. Es una habitación con dos camas, y una de ellas ha sido recogida, plegada, y ahora es un sillón, situado cerca de la terraza, más allá de la otra cama. Pienso que han hecho bien, que sólo se utiliza una, y que no tiene sentido tener la otra allí al lado, estorbando. Aunque me era útil para apoyarme en el borde y descalzarme. En fin, ahora utilizaré el sillón. No será difícil convertirlo en cama al llegar la noche y volverlo a armar antes de abandonar la habitación, por la mañana. Así, mi invitada pasará desapercibida.
Dejo la habitación. Al salir al zaguán, ya no veo al conocido del traje color crema. El regalo a medio envolver está encima de una mesa. Qué imprudente he sido. Cualquiera que lo haya visto puede sospechar y descubrirme. No hay tiempo que perder. Debo abandonar el hotel cuanto antes. A esa hora ya debe de haber vigilantes en la salida. Guardo el regalo en una bolsa. No sé por qué me empeño en llevarme ese objeto que no me gusta nada; es bastante hortera, pero creo que a mi madre le gustará y, además, debe de haber costado lo suyo. Tiene más valor llevarse un objeto caro. Coloco en la bolsa un cuaderno, y otra bolsa de supermercado, arrugada, para disimular. Supongo que ni siquiera me registrarán. Con esa esperanza, aunque con precaución, me dirijo hacia las escaleras para abandonar de una vez por todas el hotel.
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